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MASACRE DE LAS BANANERAS diciembre 5 y 6 de 1928

Autor: Archila, Mauricio

Masacre de las Bananeras

Tal vez no exista en la historia del país un hecho tan doloroso y al mismo tiempo tan sometido a los vaivenes de la ficción como lo ocurrido en la noche entre el 5 y 6 de diciembre de 1928 en Ciénaga, Magdalena. Después de casi un mes de huelga de los diez mil trabajadores de la United Fruit Company, corrió el rumor de que el gobernador del Magdalena se entrevistaría con ellos en la estación del tren de Ciénaga. Era un alivio para los huelguistas, pues no habían recibido del gobierno conservador sino amenazas y ninguna respuesta positiva de la multinacional. Ésta, que había llegado a Colombia en 1899, utilizaba el sistema de subcontratistas, por lo que se lavaba las manos ante las peticiones obreras, como había ocurrido en ocasiones anteriores. Los nueve puntos del pliego petitorio reflejaban, más que un programa revolucionario, la escasa legislación laboral vigente. Con todo, fueron ignorados, salvo en el momento simbólico de escoger el número de muertos reconocidos oficialmente: nueve.

El clima en la zona bananera estuvo más cálido que de costumbre desde el 11 de noviembre en que se lanzó la huelga, la segunda luego de un intento cuatro años antes. Desde el principio hubo brotes de violencia de todos los lados (obreros, agentes de la United y fuerzas armadas), pero no pasaban de escaramuzas aisladas. Por eso los huelguistas acudieron en masa a la estación de Ciénaga al encuentro con el primer funcionario gubernamental que se dignaba hablar con ellos. Como no llegaba, los ánimos se fueron exacerbando, tanto entre manifestantes como entre soldados emplazados en el sitio. Es en este punto del recuento cuando la ficción reemplaza los vacíos de la memoria: que los soldados estaban bebidos, que los trabajadores también; que algunos gritaron consignas patriotas; que no, que vociferaron agresivamente abajos a la multinacional y al gobierno; que desconocieron la orden de desalojo; que nunca la hubo; que la primera bala no la dispararon los militares; que murieron muchos, no sólo nueve; que fueron cientos, cuando no miles; que los llevaban en trenes al mar; en fin, que fue una masacre preparada; no, que fue resultado de las circunstancias...

Lo ocurrido luego también sigue sumido en las brumas del recuerdo, pero las proyecciones históricas son más claras. Ante la respuesta brutal de un gobierno que los trabajadores imaginaban protector de los derechos laborales, se produce la desbandada y una rápida negociación que incluso recorta por mitad los salarios. La indignación obrera se estrelló contra una doble muralla que le impidió sacar frutos de la aciaga experiencia: de una parte, el temor anticomunista del gobierno de Miguel Abadía Méndez (1926-1930) que veía la revolución bolchevique a la vuelta de la esquina; y, su contraparte, la tozuda fe insurreccional heredada de las guerras civiles del siglo pasado y alimentada por las nuevas ideologías de izquierda. El resultado es que ni hubo la temida revolución, ni tampoco cuajó la ansiada insurrección. El aparente empate fue resuelto por un liberalismo reformista que tomó en sus manos el poder para intentar, sin mucho éxito, atemperar los espíritus e institucionalizar el conflicto laboral que era imposible soslayar.

De no ser por el poder de la imaginación, el sacrificio de los obreros bananeros hubiera quedado en el olvido. Las demoledoras caricaturas de Ricardo Rendón, las vehementes denuncias de Jorge Eliécer Gaitán en el parlamento, y luego las magistrales piezas literarias de Alvaro Cepeda Samudio (La casa grande) y Gabriel García Márquez (Cien años de soledad), junto con la perdida escultura del maestro Rodrigo Arenas Betancourt, son lo más destacada de ese recuerdo. Pero nada de esto sobreviviría sin las historias que aún circulan por la zona bananera. Como dijo el mismo García Márquez en 1986, "La peligrosa memoria de nuestros pueblos [...] es una energía capaz de mover el mundo".

 

En la historia política y social de Colombia existen muchos hechos que marcan de manera profunda la conciencia de sus habitantes, primordialmente por lo doloroso que resultaron esos acontecimientos; pero ninguno tan valorado a la luz de la literatura y la historia como el sucedido en la madrugada del 6 de diciembre de 1928 en Ciénaga, Magdalena, dónde se masacraron a varios huelguistas trabajadores del negocio bananero.

 

La Zona Bananera del Caribe colombiano se hallaba situada en la primera mitad de siglo XX en lo que hoy es el actual departamento del Magdalena, y se extendía entre la Sierra Nevada de Santa Marta y la Ciénaga Grande de Santa Marta por una llanura de 40.000 hectáreas. Se encuentra a nivel del mar y su temperatura supera los 30 grados centígrados en promedio. Las exportaciones de bananas comenzaron por iniciativa de la United Fruit Company (UFC), la cual invirtió en preparar infraestructuras para convertir ciertos núcleos urbanos en un enclave exportador. Las favorables condiciones de producción y exportación sólo se vieron interrumpidas por dos coyunturas: la de la Gran Depresión y la de La Segunda Guerra Mundial.

 

Los hechos en cuestión parten desde el día 12 de Noviembre de 1928 cuando estalla una gran huelga en toda la región bananera del Magdalena. Una huelga que contó con la participación de más de 25.000 trabajadores de las plantaciones bananeras, los cuales se negaban a cortar la fruta hasta tanto sus condiciones laborales y prestacionales no fueran mejoradas. Esta huelga obrera básicamente tuvo como finalidad presionar a la multinacional estadounidense United Fruit Company para que legalizara las condiciones contractuales de los obreros que por jornal laboraban en sus plantaciones.

 

El problema en cuestión radicaba en que la compañía multinacional no quería contratar de manera directa a los trabajadores de las plantaciones. Lo que siempre hacía para evitar el pago de contraprestaciones laborales era subcontratar a través de terceros, ya que al momento de ser contratado un trabajador, en una de las cláusulas del convenio laboral se estipulaba “todos los detalles del trabajo serán a cargo del contratista, y ni el contratista ni sus empleados serán trabajadores de la United Fruit Company”. De todas estas artimañas contractuales se valía la multinacional, incluso para evadir sus responsabilidades ante la legislación colombiana, porque alegaban que los obreros de las plantaciones no eran trabajadores suyos sino de un contratista, y era el contratista quien tenía la obligación y no ellos como empresa.

 

 

 

A raíz de la huelga, y en aras de mermar la presión ejercida hacia la compañía, producto de la agitación obrera, la United Fruit el día jueves 29 de Noviembre de 1928 paga la primera quincena de los salarios que adeudaba a los trabajadores, por valor $30.000, suma que según la multinacional podía servir para resistir la huelga otros días, máxime que la situación del comercio era angustiosa; las ventas disminuyeron tres cuartas partes y los bancos confrontaban una sensible baja en los cobros.

 

La huelga de por sí tuvo dos comisiones de trabajadores; la primera de ellas era la encargada de llevar a cabo las actividades de logística y apoyo que los manifestantes requerían, pues su principal función era la de llevar comida, abrigo y bebidas a los huelguitas, los cuales- como segunda comisión- tenían la tarea de hacer la actividades de vigilancia. Estos últimos tenían como finalidad asegurarse de que en las fincas de los productores que no apoyaban la huelga, no se cortara, transportara o comercializara la fruta.

 

Los cultivadores de banano para la década de 1920 poseían 35.000 hectáreas sembradas de la fruta, contribuyendo con el 57% de las exportaciones del Caribe colombiano. Los pequeños cultivadores que tomaron parte de la huelga fueron en primera medida por el monopolio que ejerció la compañía en la comercialización del banano en los mercados internacionales, esencialmente porque no les permitía vender la fruta a ellos de manera directa sin tener que acudir a su intermediación; y en segunda medida, porque dependían de la UFC para realizar operaciones de crédito, riego y mercadeo de su producto a nivel mundial, lo que le permitía a la multinacional manipular los precios del banano e imponerle a los productores condiciones para comprar y vender sus productos.

 

Para el caso de los créditos, si uno de ellos lo quería hacer, debía firmar un contrato de producción exclusiva para la UFC por un término no inferior a cinco años, cuyas cláusulas eran diseñadas unilateralmente por la multinacional, todo con el fin de asegurar la exclusión de compañías competidoras locales y garantizar su posición como única comercializadora internacional, manipular la demanda global de la fruta y asegurar su posición frente a los cambios políticos, sociales y, por consiguiente, económicos que apareciesen en el entorno internacional.

 

En todos los pueblos de la región bananera vivían comerciantes que comercializaban ron, alimentos, herramientas para el trabajo y ropa. Su prosperidad dependía de los que le vendían a los trabajadores de las bananeras. Pero como la compañía tenía sus propios comisariatos, y se convirtió en competencia directa de éstos, originó que los comerciantes locales tomaran partido en contra de la multinacional y participaran de la huelga, primordialmente porque los almacenes de la empresa transnacional vendían hasta un 20% más barato que los tenderos locales. La compañía como estrategia de venta conservaba los precios bajos para mantener a ese mismo nivel los salarios en periodos de inflación general. Por eso los comerciantes, se sublevaron. Además, la compañía ya no pagaba los salarios en moneda sino en forma de vales, para que sacaran todo lo requerían de sus comisariatos.

 

El pliego de peticiones estaba compuesto por nueve demandas, el cual fue aprobado unánimemente en una reunión llevada a cabo en la localidad de Ciénaga-Magdalena el día 6 de octubre de 1928 y realizada por la Asamblea General de la Unión Sindical de Trabajadores del Magdalena. En éste solicitaban a los grandes productores y a la United Fruit Company: 1) seguro colectivo obligatorio; 2) reparación por accidentes de trabajo; 3) habitaciones higiénicas y descanso dominical remunerado; 4) aumento en 50% de los jornales de los empleados que ganaban menos de 100 mensuales; 5) supresión de comisariatos; 6) cesación de préstamos por medio de vales; 7) pago semanal; 8) abolición del sistema de contratistas; y 9) mejor servicio hospitalario.

Una semana después de iniciada la huelga, el gerente de la United Fruit Company y varios de los cultivadores colombianos accedieron a tener una discusión informal con los delegados de la Unión Sindical en la oficina del gobernador. El gerente de la United Fruit Company negó al comité negociador su derecho a representar a los trabajadores de la compañía, pero como «gesto de buena voluntad» ofreció algunas concesiones menores. Sin embargo, rechazó la mayoría de las demandas de los trabajadores, considerándose ilegales. Los trabajadores respondieron con indignación y las conversaciones se rompieron.

Al día siguiente, 20 de noviembre, el director de la Oficina General de Trabajo, Dr. José R. Hoyos Becerra, y su abogado, Dr. Miguel Velandia, llegaron de Bogotá. El Ministerio de Industrias los había enviado para intervenir en el conflicto y llevarlo a un final pacífico. El 24 de noviembre los representantes de la Oficina General de Trabajo se reunieron separadamente con la Unión Sindical de Trabajadores del Magdalena y con la United Fruit Company. Los funcionarios convencieron a los delegados de los trabajadores de retirar sus peticiones de pago dominical y de abolición de los almacenes de la compañía y de aplazar los puntos sobre la seguridad social y la compensación por accidentes hasta que el Ministerio de Industrias pudiera dictaminar sobre su legalidad. Los trabajadores, sin embargo, insistieron que se ratifica su derecho a negociar. Esa noche, la Oficina General de Trabajo encarece a la United Fruit Company que negociará con los obreros y pagará compensación por accidentes, aunque técnicamente la compañía no estaba obligada a hacerlo. La United Fruit Company accedió a mejorar la vivienda de los trabajadores, a construir hospitales de emergencia en Sevilla y en Aracataca y a establecer el pago semanal, a no usar vales y subir ligeramente los salarios. El día siguiente el comité negociador de los trabajadores aceptó la oferta de la compañía.

Pero entonces surgió un obstáculo grave: ¿cómo se ratificaría el acuerdo? La Unión Sindical de Trabajadores del Magdalena quería firmar un pacto con la compañía, lo que daría una victoria substancial a los trabajadores: la aceptación por parte de la compañía de sus poderes negociadores. Esto no lo haría la compañía. La United Fruit Company insistió en que había llegado a un acuerdo con el gobierno colombiano y no con los trabajadores, y que haría efectivas sus concesiones solamente después de que éstos regresaran a laborar.

La mediación, tan prometedora, llegó a un punto muerto. Dentro de uno o dos días, un segundo foco de preocupación entre los trabajadores comenzó a aparecer: si los obreros no podían obligar a la compañía a que los reconociera, sí podían lograr por lo menos un alza salarial. Un sentimiento se generalizó entre todos los obreros de la zona: un alza del cincuenta por ciento o no se terminaba la huelga. La United Fruit Company rechazó la demanda.

 

En este punto, los doctores Hoyos Becerra y Velandia comenzaron a desviarse de su papel imparcial. Dado que la United Fruit Company no se movía de su posición, trataron de convencer a los trabajadores de que cedieran. Se opusieron a la demanda de un salario más alto, con el argumento moralista de que no les haría ningún bien: la plata se gastaría en licor, prostitutas y juego. En cambio, los trabajadores deberían regresar a los campos y una vez estuvieran trabajando, el Ministerio de Industrias convencería a la United Fruit Company para que mejorara sus condiciones de vida. Tal actitud paternalista, que negaba el derecho de los trabajadores a escoger su propio programa, empujándolos en cambio a buscar patronos más fuertes, se expresaría en los años treinta en el gobierno de Alfonso López Pumarejo y el movimiento populista de Jorge Eliécer Gaitán.

En los primeros días de diciembre, los representantes de la Oficina General de Trabajo tomaron dos pasos adicionales. Presionaron a los huelguistas para que designaran nuevos delegados, delegados que cederían a las presiones de la compañía. Los trabajadores se negaron, insistiendo que tenían confianza en su grupo negociador, pero que cualquier acuerdo tenía que ser ratificado por cada uno de más de sesenta comités de trabajadores. Los burócratas encontraban irritante la organización democrática de los trabajadores: no había un líder o comité central con poder para imponer un acuerdo a los huelguistas. En los primeros días de diciembre, Hoyos y Velandia también se reunieron con cultivadores colombianos de banano para instarlos a lograr un acuerdo por separado con los obreros, presionando así a la United Fruit Company. Los cultivadores nacionales, divididos, no pudieron llegar a un acuerdo sobre un alza de salario que terminará con la huelga.

De esta manera, los esfuerzos de la Oficina General de Trabajo habían resultado en nada. De repente hubo un desarrollo alarmante: el 2 de diciembre el general Cortés Vargas informó a los doctores Hoyos Becerra y Velandia que había interceptado un mensaje del activista del Partido Socialista Revolucionario, Tomás Uribe Márquez, urgiendo a los huelguistas para que destruyeran las plantaciones de banano y sabotearon las comunicaciones. No se sabe si el telegrama era auténtico o si era fabricado por Cortés Vargas, por agentes de la United Fruit Company, o por otros interesados en dispersar rumores de conspiración revolucionaria.

Hoyos Becerra y Velandia reaccionaron precipitadamente. Temían derramamiento de sangre, y sabían que la violencia podría provenir tanto del ejército como de los huelguistas. Para evitar una masacre, sintieron que era imperativo terminar en forma inmediata la huelga. De esta manera, los representantes del Ministerio de Industrias, que al principio habían recomendado la negociación, tomaron ahora pasos para romper la huelga. El 2 de diciembre recomendaron a la United Fruit Company contratar esquiroles, y al general Cortés Vargas defenderlos en un esfuerzo conjunto por exportar un cargamento de banano. Durante cuatro semanas no había salido banano del puerto de Santa Marta. Hoyos Becerra y Velandia pensaron que si la United Fruit Company lograba llenar un barco, la moral de los obreros se rompería. Al llegar la huelga a su quinta semana los trabajadores se vieron ante una situación difícil. Muchos comerciantes que habían suministrado alimentos habían retirado su apoyo. El 3 de diciembre, los delegados de los trabajadores regresaron de Santa Marta con las manos vacías: la United Fruit Company no aceptaría seis de los nueve puntos y Thomas Bradshaw no discutirá más. Mientras tanto, la ofensiva de la United Fruit Company para romper la huelga se había iniciado.

El 4 de diciembre, empleados de la compañía y un puñado de cultivadores nacionales, protegidos por el ejército, comenzaron a cortar el banano en varias fincas. Los huelguistas hicieron todo lo posible para detenerlos: destruyeron la fruta lista para embarcar y bloquearon los rieles. También rodearon a las tropas y a los recolectores de banano para tratar de convencerlos de que se les unieran. En la tarde del 4 de diciembre, el teniente Enrique Botero y veinticinco soldados que protegían a algunos esquiroles, se encontraron totalmente rodeados por un grupo grande de huelguistas. La multitud llevó a los soldados hasta Sevilla donde se les animó a comer y charlar, hasta dos horas más tarde, cuando los rescató un pelotón. Ese día, los esquiroles lograron colocar en los trenes más de 4.000 racimos de banano; y había rumores que mucha más fruta había sido cortada. Los huelguistas sintieron rabia y frustración, y un desesperante miedo a la derrota.

El comité ejecutivo de la Unión Sindical se reunió esa noche en Ciénaga. En las primeras horas del día, cincuenta mensajeros llevaron instrucciones a las plantaciones y caseríos de la zona. Todo el mundo debería congregarse en Ciénaga esa noche, y seguir a Santa Marta en la mañana del 6 de diciembre, para llevar a cabo una manifestación ante el gobernador y el director de la Oficina General de Trabajo, solicitándoles que obligarán a la United Fruit Company a pactar con sus trabajadores.

A las dos y media de la tarde, corrió la voz de que el gobernador y el gerente de la United Fruit Company se dirigían en ese momento a Ciénaga en tren especial, con el fin de firmar el pacto ofrecido por el señor Thomas Bradshaw, y aceptado por los obreros días antes. Los ánimos de los obreros se levantaron —todo terminaría bien— y comenzaron a formar fogatas y a esperar al gobernador. Pero a las cinco y media llegó otro golpe: el gobernador no vendría. Poco después se acercaron a la estación varios vagones cargados de banano cortado por los esquiroles. Algunos hombres, mujeres y niños se acostaron sobre los rieles para detenerlos. La muchedumbre se negó a dejar partir de Ciénaga a un pequeño grupo de cultivadores. Asustados, pero astutos, los cultivadores prometieron que si les era permitido salir para Santa Marta, discutirán el caso con los obreros ante la United Fruit Company y regresaría esa misma noche con un pacto. Animados y esperanzados, los obreros dejaron ir a los cultivadores. Y se prepararon para pasar la noche, acampando en una plaza cerca al ferrocarril, con la intención de partir hacia Santa Marta al día siguiente temprano.

Si, mirando hacia atrás, podemos ver que los obreros no eran revolucionarios, el general Cortés Vargas no lo entendía así. El recuento del general sobre la huelga subraya que en los primeros cinco días de diciembre él estaba perdiendo el control. Los trabajadores no se rendían, no regresaban a las plantaciones aunque los amenazara con cárcel como rateros y vagabundos, arrancaban los avisos puestos por el ejército y destruyen el banano. Pero fue el incidente con Botero el que irritó al general Cortés: los huelguistas habían «atacado» a un convoy de soldados y los habían hecho «prisioneros». Lo que era peor, el teniente Botero no había opuesto resistencia. El honor y la disciplina del ejército están en juego. Los trabajadores habían desafiado la autoridad del ejército, y el respeto por la United Fruit Company y por las clases superiores de Santa Marta estaba erosionándose.

Se precipitó la masacre en la noche del 5 a 6 de diciembre Los soldados se alinearon a través de la plaza con dos ametralladoras y una doble fila de rifles, de frente a la multitud que confiadamente se presentó ante ellos. Cortés Vargas leyó la declaración de estado de sitio y ordenó a los trabajadores dispersarse. La respuesta fue gritos “viva Colombia libre” y “abajo el imperialismo Yankee”. La gente les gritaba a los soldados que no usaran las armas contra los suyos. Cortés Vargas repitió la orden de dispersarse, pero otra vez en vano sonó la trompeta militar de prevención una vez.

 

Después por segunda y por tercera vez. La multitud no se movía. El general dio la orden de fuego y la primera descarga se hizo al centro de la masa, apagando los gritos de “viva Colombia libre” y “viva el ejército colombiano”. Cayeron hombres, mujeres y niños, y los sobrevivientes se dispersaron presos de terror. Pronto en la plaza solo quedaron los cuerpos de los muertos, los heridos y los soldados.

 

En la madrugada, cuando funcionarios oficiales llegaron a la escena solo había ocho cuerpos. Tiempo después al hacer excavaciones para construir las bases de algunas casas se encontraron masas de esqueletos de hombres, mujeres y niños. Se cree firmemente en la región que la gran masa de cadáveres fue cargada al tren que estaba en la estación de ciénaga y se llevó a un barco que arrojó su sangriento cargamento mar adentro. Los sobrevivientes estimularon que alrededor de 2.000 personas habían sido asesinadas; los periódicos, funcionando todavía dentro del estado de sitio calculaban el número de muertos en varios centenares.

 

La cita anterior evoca un fragmento del libro Historia de una ignominia, es preciso señalar frente al dibujo del libro, uno de los momentos más trascendentales de la masacre de las bananeras, en donde las fuerzas militares al mando del general Carlos Cortez Vargas y con órdenes precisas del gobierno nacional en representación del Presidente conservador Miguel Abadía Méndez y del Ministro de guerra Ignacio Rengifo, darían la orden de disolver la huelga, tomando como elemento fundamental el decreto de Estado de sitio en la zona, estos elementos carentes de análisis y profundización deberían ser tenidos en cuenta, frente a la real responsabilidad del Estado en colaboración con las multinacionales.

La historia muchas veces se mueve en forma contradictoria. Si la represión de la huelga significó la culminación de la reacción del gobierno conservador a la germinación de la «cuestión social» de la década de 1920, también generó una respuesta contraria. Esta respuesta no vino de los trabajadores mismos, que habían sido salvajemente reprimidos, sino de un nuevo tipo de gobierno liberal. A comienzos de 1929, un joven abogado, Jorge Eliécer Gaitán, fue elegido para su primer periodo en la Cámara de Representantes. Varios meses después realizó una gira de información por la zona bananera y en septiembre de 1929 se lanzó en una de las series oratorias más impresionantes y populares jamás realizadas en el Congreso. En lenguaje conmovedor y elocuente, Gaitán denunció al general Cortés Vargas y al gobierno conservador que lo había apoyado. El gobierno arbitrariamente había encarcelado y asesinado a su propia gente para proteger a una compañía extranjera, a una compañía que había corrompido a las autoridades colombianas y había establecido un estado dentro del Estado.

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